Había vivido sin saber, muchas vidas. La de la infancia dura de otras épocas, la del trabajo, la de la lucha día a día, por un poco de dignidad, por llegar a fin de mes, por ser niño-hombre.
La infancia que lo dejó sin padres desde muy temprano, y le regaló callos, que los acompañarían cómo una marca indeleble, recordatorio fiel de las maletas y el maíz.
La adolescencia, es la que le enseñó de amores eternos. Se comportó como un buen alumno, y aprendió a amar, cómo aman los hombres que saben que es para siempre. Luego, desde la madurez de sus años, se reiría de aquellos sentimientos. Pero el equivocado era él, y no su yo adolescente. Nunca comprendió que en realidad cada uno de esos amores, eran eternos como el tiempo, solo que lo eran para esa persona que había sido, y no para la que era ahora.
Es que seguía sin saber la cantidad de vidas que uno vive, sin quererlo, sin saberlo y sin poderlo evitar.
Y había sido fiel, con esa fidelidad de la que solo son capaces los convencidos, pero seguía cuestionándose cada minuto de su existencia pasada y presente.
Había sido alegre, con esa alegría propia de los inspirados, con ese regocijo de quienes conocen el camino, y se ponen a andarlo, sabiendo que si no llegan al final, alguien más recogerá las banderas. Tan alegre y animado andaba por el mundo, que resultaba contagioso, tal vez por eso nunca caminó solo, quizá por eso, a muchos de nosotros nos enseñó a caminar.
Había sido un soldado a la hora de estar en la trinchera, y un gran orador cuándo había que sumar voluntades a la causa. Podía con las mismas manos defender a golpes de puños sus convicciones, o brindar caricias tan compasivas y paternales, que te dejaban el corazón llenito de ternura.
La primavera de su vida había florecido en casi una decena de hijos, que observaba con los ojos de la vejez. Parecía no alcanzar, parecían no entender. Y él, parecía no tener ganas ya de explicar.
Había perdido, para ese entonces, la alegría de saberse en el camino correcto, las fuerzas para seguir caminando, hasta las palabras le resultaban ajenas.
No sé si se fue porque era su hora, o porque los años le comieron el cuerpo, o porque lo venció la última de las vidas que le tocó vivir. No sé a cuál de todos ellos extraño más, o si los extraño a todos, incluso a esas personas que fue antes de mi llegada a este mundo.
Me gustaría decirle que gracias a él sé que todo es camino, y la única opción es caminar, hacia adelante, en esa dirección, para llegar y decir: hay que seguir.
Me gustaría decirle que gracias a él, hoy estoy en el camino…
Que me enseñó el significado de la palabra lealtad y que sé lo que es el amor porque lo aprendí de su mirada.
Me gustaría decirle que lo admiro profundamente, y que quisiera en una de mis vidas, ser un poquito de lo que él fue.
Me gustaría decirle que lo extraño y quisiera que estuviera aquí.
sábado, 18 de septiembre de 2010
miércoles, 15 de septiembre de 2010
La Pelota
Tal vez, en épocas de play station, wi fi, y no sé cuántas cosas más, que supuestamente necesitan nuestros hijos para ser felices, pensar que una pelota, una simple pelota, haya sido tan valiosa en la vida de un niño, parece imposible.
Pero para el Negro Sánchez, lo fue. Y lo sigue siendo. Con sus sesenta y pico, que su sangre mestiza ayudan a disimular, sigue guardando cómo un tesoro, la pelota que le regaló Evita.
Él lo cuenta así. No dice que se la mandó la fundación, dice que se la regaló Evita, que era la “madrecita de los pobres”, título de honor con el que la condecoró, con la autoridad que le da su corazón de niño humilde, criado en una barriada.
La importancia de un juguete, en manos de estos chiquitos, era la de llevarlos al lugar que debían ocupar. La de una niñez de privilegios, sin necesidades, sin la obligación de ir a trabajar. Ir a la escuela, jugar, estar sanos, y participar en los torneos Evita, era casi cómo ir al mundial. Es bueno recordar, que de esos torneos, surgieron figuras internacionales como “el cabezón” Enrique Omar Sívori, una especie de Diego, de los años ´50, un superhéroe del “fobal” que desparramó su genialidad en Europa, mostrando así, hasta donde se podía llegar, cuando se juntan la pelota de cuero y la felicidad de un niño pobre. Todos querían ser como “el cabezón”, “el cabezón” era todos los niños pobres y dichosos de aquella argentina feliz.
Pero no fue solo la pelota, en respuesta a la carta que escribió su mamá, pidiendo el juguete, recuerda el Negro, y se le llenan los ojos de lágrimas, el día que llegó el regalo, no podían creer, que además de la pelota, estaban los equipos completos, con botines y todo. Sentir la emoción en sus palabras, la voz quebrada, la lágrima que se niega a permanecer escondida, enternece. Es que Alberto (así se llama, aunque todos le decimos Negro) es un hombre curtido por los años. De espaldas anchas y brazos fornidos. Verlo llorar no es un gesto que uno esperaría con solo verlo, pero el recuerdo es tan fuerte, y la bronca tan grande, al recordar lo perdido, que cómo agua entre las piedras, la emoción le gana espacio a la dureza de sus rasgos.
La lucha no le fue desconocida. Puso “caños”, y así perdió amigos; compañeros de la lucha y de la vida. Supo lo que era el hambre y la pobreza, y también conoció la dignidad de la Patria de los únicos privilegiados, con esa pelota, en ese torneo, con su libro de texto, que se negó a quemar, a pesar del ruego de su madre. “¿Vos me enseñaste a amar este libro, y ahora me pedís que lo queme?”, fue su planteo. La señora, a pesar del miedo, conmovida por el gesto de coraje y dignidad de un pibe de once o doce años, prefirió correr el riesgo, junto con su hijo.
El libro fue escondido, junto con todas las cosas que podían poner en riesgo a la familia. También ahí, guardaron la pelota…
“Tiene el sello de la fundación acá, ¿ves?”, señala, “por eso no la tuvimos que esconder. Mamá preparó todo en una bolsa de arpillera, y levantamos unas maderas del galponcito del patio. Ahí escondimos todo”
“Años después, cuando la vieja se fue al cielo, volví a sacarlas, antes de vender la casa. Mis hermanos no sabían nada hasta ese momento, porque la vieja les dijo que había quemado todo”, ese era el plan inicial, pero cuándo Alberto se aferró a su libro de texto, negándose a quemarlos, torció la voluntad de su madre, y el destino de esos preciados tesoros, que hoy guarda con orgullo.
También se salvó ese día la pelota. Pero esa, tiene un lugar especial en su corazón. Verla, se le nota en los ojos, llama al niño que algún día fue. Y con esos ojos la mira. El recuerdo de haber sido feliz, no se puede borrar por un decreto militar.
Pero para el Negro Sánchez, lo fue. Y lo sigue siendo. Con sus sesenta y pico, que su sangre mestiza ayudan a disimular, sigue guardando cómo un tesoro, la pelota que le regaló Evita.
Él lo cuenta así. No dice que se la mandó la fundación, dice que se la regaló Evita, que era la “madrecita de los pobres”, título de honor con el que la condecoró, con la autoridad que le da su corazón de niño humilde, criado en una barriada.
La importancia de un juguete, en manos de estos chiquitos, era la de llevarlos al lugar que debían ocupar. La de una niñez de privilegios, sin necesidades, sin la obligación de ir a trabajar. Ir a la escuela, jugar, estar sanos, y participar en los torneos Evita, era casi cómo ir al mundial. Es bueno recordar, que de esos torneos, surgieron figuras internacionales como “el cabezón” Enrique Omar Sívori, una especie de Diego, de los años ´50, un superhéroe del “fobal” que desparramó su genialidad en Europa, mostrando así, hasta donde se podía llegar, cuando se juntan la pelota de cuero y la felicidad de un niño pobre. Todos querían ser como “el cabezón”, “el cabezón” era todos los niños pobres y dichosos de aquella argentina feliz.
Pero no fue solo la pelota, en respuesta a la carta que escribió su mamá, pidiendo el juguete, recuerda el Negro, y se le llenan los ojos de lágrimas, el día que llegó el regalo, no podían creer, que además de la pelota, estaban los equipos completos, con botines y todo. Sentir la emoción en sus palabras, la voz quebrada, la lágrima que se niega a permanecer escondida, enternece. Es que Alberto (así se llama, aunque todos le decimos Negro) es un hombre curtido por los años. De espaldas anchas y brazos fornidos. Verlo llorar no es un gesto que uno esperaría con solo verlo, pero el recuerdo es tan fuerte, y la bronca tan grande, al recordar lo perdido, que cómo agua entre las piedras, la emoción le gana espacio a la dureza de sus rasgos.
La lucha no le fue desconocida. Puso “caños”, y así perdió amigos; compañeros de la lucha y de la vida. Supo lo que era el hambre y la pobreza, y también conoció la dignidad de la Patria de los únicos privilegiados, con esa pelota, en ese torneo, con su libro de texto, que se negó a quemar, a pesar del ruego de su madre. “¿Vos me enseñaste a amar este libro, y ahora me pedís que lo queme?”, fue su planteo. La señora, a pesar del miedo, conmovida por el gesto de coraje y dignidad de un pibe de once o doce años, prefirió correr el riesgo, junto con su hijo.
El libro fue escondido, junto con todas las cosas que podían poner en riesgo a la familia. También ahí, guardaron la pelota…
“Tiene el sello de la fundación acá, ¿ves?”, señala, “por eso no la tuvimos que esconder. Mamá preparó todo en una bolsa de arpillera, y levantamos unas maderas del galponcito del patio. Ahí escondimos todo”
“Años después, cuando la vieja se fue al cielo, volví a sacarlas, antes de vender la casa. Mis hermanos no sabían nada hasta ese momento, porque la vieja les dijo que había quemado todo”, ese era el plan inicial, pero cuándo Alberto se aferró a su libro de texto, negándose a quemarlos, torció la voluntad de su madre, y el destino de esos preciados tesoros, que hoy guarda con orgullo.
También se salvó ese día la pelota. Pero esa, tiene un lugar especial en su corazón. Verla, se le nota en los ojos, llama al niño que algún día fue. Y con esos ojos la mira. El recuerdo de haber sido feliz, no se puede borrar por un decreto militar.
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